Adiós a la Infancia: todo ayuda para bien
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About this ebook
Después de una gran pérdida, todos creemos que es el fin. Pero la vida siempre nos concede un nuevo comienzo y nos depara caminos insospechados.
Un niño sufre la muerte de sus padres en un accidente y pronto se encuentra en la encrucijada de la decisión, si se vive con el tío una vida de sacrificios o seguir el camino que sus progenitores le han elegido.
Una historia colmada de aventuras y sobresaltos, donde Gabriel, el protagonista, se deslumbrado por sus nuevas vivencias y debe poner en la balanza, sus sentimientos encontrados.
Emilio Soto Espíndola
Escritor Uruguayo, nacido en Montevideo, el 26 de didiembre de 1971. Autodidacta. Es considerado uno de los mejores narradores contemporános. Entre sus obras más reconocidas se encuentran dos selecciónes de cuentos: El día más pensado y La justicia invisible. En la actualidad, radica en La Paz, Canelones, URUGUAY.
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Adiós a la Infancia - Emilio Soto Espíndola
Adiós a la Infancia
Emilio Soto Espíndola
Todo Ayuda Para Bien...
DEDICADO A MIS DOS soles: Mariela y Allison
AGRADECIMIENTOS:
A Mirtha Iris Colón Carrasquillo
Por su invaluable ayuda y su apoyo incondicional.
Empezaron a llegar de la nada como las hormigas al azúcar. No lo entendí en ese momento, pero lo comprendería pronto pues me lo harían entender de la manera más cruel que una mala noticia se da a conocer, y es que de repente alguien aparece de la nada y deja de tratarte como niño diciéndote la verdad o te miran con esa lástima que todos sentían y disimulaban bien. Quizás debí sospecharlo unos momentos antes cuando llegó mi tío; alguien le habló y alcancé a leer en sus labios mirando hacia mí, aquel diminutivo revelador:
-Pobrecito.
Pero eso no sería todo, sino que se sumaría después de las ceremonias de costumbre, la confirmación; mi tío era mi único pariente natural y a partir de ese día, pasaría a convivir con él en su casa, allá, en Cardal.
De lejos lo vimos venir, es que sobresalía en gran manera por su color naranja. Metros antes de escuchar el chirrido de la frenada, mi tío se levantó y me dijo de una manera imperativa y si se quiere cariñosa:
-Toma tu bolso que nos vamos.
-Es una mochila- dije, mas creo que no me escuchó, pues ya se había alejado lo suficiente para estirar la mano señalando que se detuviera.
El autobús se detuvo y simultáneamente se abrió la puerta donde el guarda descendió raudo para abrir el portaequipaje, cosa que pudo resultar en vano, sino fuere porque mi tío decidió guardar su pequeño bolso de dos asas. Yo no quise desprenderme de mi mochila donde llevaba algunas prendas, y los únicos recuerdos que pude rescatar en el apremio de mi tío de volver enseguida a su pueblo, después del sepelio de mis padres. Ahora que lo veo a la distancia en el tiempo, imagino que no habría caído la última palada de tierra sobre los ataúdes, ni yo acababa de recibir todos los saludos de pésame, y él ya estaba indagando a qué hora salía el próximo viaje para Cardal. Pero él era así, lo sabría después, desapegado, desatento y un poco hosco en referencia a los sentimientos. También sabría que la relación con mis padres no era de mieles o quizás se había enfriado con el tiempo. En mis pensamientos pasaban momentos y preguntas, de la misma manera que pasaban tantos pueblos y ciudades, ríos, arroyos y praderas. Me di cuenta, que aún no había dejado salir algo en mí que oprimía, apretaba el pecho y buscaba un escape. En un momento sentí los ronquidos desordenados de mi tío, entonces, apoyé mi rostro contra la ventanilla y por primera vez lloré la ausencia de mis padres.
Poco duró mi catarsis. De repente, no sé cuánto tiempo pasó, me sorprendí al despegar mi rostro del vidrio y notar con qué gentileza, el guarda zamarreaba a mi tío de un hombro hasta que logró despertarlo. Este se enderezó de una manera convulsiva, no dándose siquiera cuenta de donde estaba. Con poco disimulo, se limpió el leve hilo de agua que había hecho surco desde la comisura de sus labios hasta el cuello. Después de eso y recién ahí, se percató de la sonrisa amena que tenía a su costado.
-Estamos llegando don Alberto.
Sin esperar ser agradecido, el guarda siguió hacia adelante para perderse tras la puerta de la cabina. De nuevo, volví la mirada hacia la ventanilla y mis ojos se cruzaron justo y por ese instante con el cartel de la carretera, mas recién lo asocié en el momento preciso en que mi tío repitió casi lo mismo que el guarda gentil.
-Estamos llegando-.
El autobús, dejó el camino de balastro y después de cruzar el paso nivel de la vía férrea, tomó por la calle pavimentada y me di cuenta de la diferencia. Me figuraba que ahora se deslizaba en contraposición de la anterior sensación, donde muchas veces mi rostro se daba de bruces contra la ventanilla a causa de mi empeño por mantenerlo adherido al vidrio tibio. Se desplazaba ahora paralelo a las vías, adentrándose un poco en el pueblo dejando atrás las primeras casas, la única plaza y los exiguos saludos al pasar, para detenerse al fin de espaldas a la vieja y desusada estación de trenes.
- ¡Agarrá tu bolso! - dijo mi tío Alberto.
-No es bolso, es mochila- intenté aclarar cuando reaccioné, pero él ya estaba llegando a la puerta de la cabina. La distancia que demoré en llegar al último escalón del autobús, fue suficiente para que él ya me estuviera esperando con su bolso de dos asas en la mano.
- ¡Pórtate bien! - me dijo el guarda gentil, removiendo mis pelos al pasar. Solo sonreí.
Todas las personas que nos cruzamos en el pueblo le saludaron como se saludan viejos conocidos, mas a mí me daba la impresión que me miraban como a un bicho raro. Atravesamos todo el pueblo y al llegar a la última casa, que resultó ser un almacén de ramos generales donde tanto se vendía una biblia como herrajes para montar, entramos y mi tío se pidió un trago ni bien se acodó al mostrador.
- ¡Quieres un refresco o agua mineral? - me preguntó.
En ese momento, me recordé de un dicho que había escuchado alguna vez de boca de mi madre, al decir qué ¿quieres? solo se les pregunta a los enfermos.
-No quiero nada- contesté.
-Más vale que tomes algo- me dijo- el trecho es largo.
No tomé nada y me arrepentí los cuatro kilómetros que caminamos sin sombra de variación, subiendo y bajando praderas, tropezando con las piedras de ese camino interminable y con aquel sol abrazador de verano al mediodía por sombrero.
- ¿Falta mucho? - pregunté en un momento.
Como demorase en contestar, llegué a pensar que mi tío era medio sordo. Me costaba mucho mantener el ritmo de sus pasos y también sentía ese dolor punzante en el costado, mas sabía que si me detenía, él no me esperaría.
-Falta menos de la mitad- dijo de pronto. Mis brazos se dejaron caer y mis piernas temblaron por el panorama del futuro inmediato. En un momento, cobré ánimo y recuperé los